Latente y manifiesto
Un sueño, del mismo modo que cualquier otra representación de la realidad, es un animal anfibio formado con retazos de un universo que rebasa nuestra comprensión. En su torpe andar a tientas hacia nuestra memoria, nos ofrece una ficción donde se agitan lo posible y lo imposible, donde cobran una dudosa precisión nuestras esperanzas o miedos, y transitamos, igualmente anfibios, sobre las vagas fronteras de significados: los que se expresan en la anécdota de cada historia, y aquellos estremecidos bajo la superficie de nuestra interpretación.
En un sueño, como en la realidad también, detalles de apariencia superficial pueden ser la expresión más profunda y cargada de sentido del cuento que les armamos para compartir con otros. La textura, los colores, un gesto o postura, la nitidez de un rostro o su carencia, puede ser la cifra que trascienda el conjunto de imágenes y presente un atisbo de verdad, quizá más contundente cuanto menos sesgada por una pretensión de apego a una falsa pureza. Ahí donde una mujer flota sobre la copa de los árboles, se encuentra tal vez la siempre Ofelia enloquecida por un Hamlet, o en la banca fantasmal del parque podamos descubrir la impaciencia agrietada de todas las esperas.
Podría ser, por todo lo anterior, que no hay nada más real, desde un punto de vista subjetivo, que el contenido latente al fondo de cada sueño, ni nada más ficticio, si buscamos la absoluta objetividad, que ignorar en nuestra interpretación de la realidad esos impulsos que se manifiestan desde nuestros sueños.
